Se
sabe que Freud llegó a escribir un ensayo sobre sublimación que luego rompió,
sin que hubiera dejado huellas de él.
Quizá
porque bajo el palio de ese nombre, que evoca inevitablemente la grandeza como
vaporización de lo sólido y basto, se reúnen muchas cosas indudablemente
contrapuestas, algunas de dudosa validez[1].
Por
ejemplo, en un artículo de 1921, sobre los celos, la paranoia y la
homosexualidad, señala que los “sentimientos sociales” son el producto de la
sublimación de tendencias homosexuales. Sin duda, el fenómeno existe y es
decisivo para comprender la política de masas: la homosexualidad es argamasa de
las instituciones; pero , llamar sublimación a este proceso, que cabe entero
dentro del panorama descripto por Freud en Psicología
de las masas, ¿ no nos lleva a una complicada mélange, cuando se lo agrupa bajo el mismo rango que genera la obra
de arte o el trabajo del investigador? ¿No convendría hablar, aquí, de
idealización?
De
otra parte, es oportuno que Freud haya
diferenciado en su Introducción al
narcisismo la idealización, que
corresponde al objeto, de la sublimación, que concierne, antes que nada, a la
pulsión misma. Ahora bien, el concepto de pulsión pierde especificidad cuando no
se articulan y jerarquizan sus trayectos
y consiguientemente se remite a ella de manera masiva: sin trayectos
especificados, la apelación al vocablo se vuelve algo huero, pura invocación de
lo indeterminado[2]. Cierto: Freud distinguió
tiempos, inversiones, circuitos pulsionales, en su Metapsicología y ya sabemos
que el nivel pulsional, fuera de su referencia a la inhibición, al síntoma y a
la angustia, se pierde en la mera e
inerte recurrencia a un clásico clisé,
tan pobre como el famoso “instinto” del siglo XIX.
Pero
cuando trata a la sublimación, opera allí más la noción de fuerza – que desde
luego no le es ajena al circuito pulsional –, que la de trayecto, y de este
modo las distinciones quedan como en el aire. Una imagen nefasta gobierna este proceso: el “empuje” hacia lo alto.
Además,
¿cómo pensar algo sin la represión? A esta cuestión sí que podemos responder
con cierta facilidad: no es sin la
represión, sino más allá de ella.
(Lo
que no obsta para que necesitemos explorar el estatuto metapsicológico de ese
ir más allá: ¿qué es lo que se vence? ¿La amnesia? ¿El efecto inhibitorio? ¿La
libido queda disponible más allá de sus ataduras habituales? ¿No hemos
simplificado el mismo concepto de represión, el que admite diversos niveles
generalmente confundidos? Esta consideración última quizá abra el panorama a lo
esencial: hay represiones y represiones: hay represiones que conducen a la
inhibición primaria – separan el cuerpo del infans
del cuerpo materno –, y así posibilitan el levantamiento de las inhibiciones
secundarias, que son las que habitualmente llamamos así; mientras otras elevan
murallas para que la inhibición primaria no se ponga en peligro, pero al precio
de coagular al sujeto.)
Y
la objeción principal: la sublimación, según afirmaciones constantes de Freud,
proporciona una satisfacción indirecta
de la sexualidad porque su deriva escapa
a la satisfacción directa. Mas ¿ qué
podría significar una satisfacción “directa” que no nos hiciera retroceder a
una concepción prefreudiana de la sexualidad? La sexualidad freudiana es el
conjunto de los desvíos de una prohibición fundante y original del incesto, la
que opera en el cuerpo del sujeto, distinguiendo zonas y actitudes “sacras” de
otras “profanas” o tan solo neutras. La represión separa el cuerpo del infans del cuerpo materno, único e
imposible lugar de lo “directo”.
Empero,
hay un problema legítimo en juego y que podemos describir con extrema sencillez
acudiendo tanto a la clínica como a la vida cotidiana: hay quienes, aunque lo
intenten y mucho, hasta la desesperación incluso, no pueden estudiar, escribir,
crear. No pueden, para retomar el lenguaje antiguo, más verdadero de lo que se
suele creer, abandonarse a la voz de
las Musas. Otros, lo hacen de un modo
fluido, vertiginoso; y con prescindencia
de la sanción social del éxito o del fracaso, pueden vivir su actividad, la que
fuera, con júbilo; ‒estamos todos en el mercado, pero el mercado es tramposo y
además, conviene no confundir el mercado económico con el simbólico[3].
No
hablo, en absoluto, de psicología del arte. La psicología del arte es una
disciplina condenada de antemano por su falacia constituyente: el creer que la
obra – la que fuera y en el dominio de que se trate –, es una expresión de los conflictos internos del
sujeto. Todo lo cual suele reunirse en una noción confusa por indeterminada:
“biografía”. Las obras tienen una lógica propia‒ una retórica, más bien – que
proviene de las redes culturales que se apropian de las intenciones y proyectos
de los sujetos y los transcriben en dispositivos que con seguridad no desdeñan
la idiosincrasia ; pero la
particularidad de una obra, (de una configuración, de un montaje, de cualquier
cosa que configure lo que Hegel llama el “espíritu objetivo”, en términos
corrientes, la “cultura[4]”),
si bien depende de las decisiones de quien llamamos autor[5],
las que conllevan efectivamente una historicidad, deben leerse y por razones de método, en un sentido
inverso: de la obra a la subjetividad,
justamente porque la obra es el acontecimiento único del encuentro también
singular entre una tradición que se transmite – los medios, los estilos, las
demandas de la época, etc –, y de un transmisor que la interpreta más allá de
sí mismo, en una progresión regrediente que es un progresivo desasimiento de
sí.
(Quizá
estemos ante una definición preliminar de la sublimación: el impulso a
desaferrarse de sí mismo, para comunicar a los otros aquello que nos aferra
singularmente en común[6].En la sublimación, hay que poder salir de la estasis libidinal y entregarse extáticamente a dimensiones que permiten
dar forma a los ritmos e intensidades de las voces de lo Otro.)
Una obra, mientras más
representa a una época, a un estilo, a un giro de la cultura, menos representa
al supuesto creador.
(No
es por azar que los grandes autores – o lo que cada época denomina “grande” –,
suelen quedar reducidos a un nombre emblemático y que sus minuciosas
biografías, cuando son valiosas, terminan por duplicar lo que la obra misma
dice del supuesto autor.)
De
todo lo cual es preciso extraer una conclusión: el psicoanálisis aplicado es
responsable de la psicologización de las obras, culpable de reducir una trama
compleja a la expresión de la neurosis infantil del autor. Lo que no quiere decir que es preciso
desdeñar nada menos que la neurosis infantil – ese núcleo fóbico propio de toda
neurosis que por convención denominamos “adulta” –; pero, insisto, hay que
dejar que la obra nos reconduzca, por la virtud de su propia dimensión, a los
rasgos biográficos que en ningún caso, ni siquiera en el más aparente,
coinciden con los que un análisis podría tipificar de un sujeto. Y por la razón
que ya se puede entrever: las técnicas del análisis y las de la obra ( debería
decir, para no abusar en demasía del lenguaje usual, de las “obras”, en plural)
son heterogéneas; ni inversas ni contradictorias; simplemente heterogéneas[7].
De
un texto no hay más sujeto que el lector, ( el autor fragmentado, escindido,
está incluido como lector y excluido
como causa generadora, o en todo caso, él moviliza la causa) y su enunciación,
es la vía regia de cualquier análisis válido, lo cual no quiere decir, en modo
alguno, que el lector coincida con el lector empírico, precisamente, porque,
para emplear una expresión de Kuri[8],
ese lector está animado de una “sensibilidad artificial irreductible a lo
vivido”[9].
Ese lector, si efectivamente lee, consagra el momento de una epifanía anacrónica, un instante que
desborda al texto que lee tanto como a su lector, un instante que brota a
destiempo, incluso a contratiempo; se entiende, a contratiempo del tiempo
convencional, lineal y progresivo.
Un
instante antes había la pura potencia de explanación de un sentido; un instante
después hay un suplemento de lectura que sorprende incluso al lector que la
ejecuta, porque no tiene más manifestación que la palabra, escrita o dicha; una
palabra que diga la lectura en espiral siempre en movimiento; una palabra que
paute las estratificaciones del sentido, temporalizante y temporalizado.
(Estoy
hablando de las obras cuyo medio es la palabra. En los otros casos, como se
sabe, la cuestión es más evanescente y la mayoría de los análisis pecan de
irrisoriedad.)
II
En
uno de los pocos textos psicoanalíticos sobre sublimación que poseen valor
propio, me refiero a la Estética de lo pulsional,
Carlos Kuri adopta una posición en
extremo difícil y sin embargo coherente con los fracasos y hallazgos, con la
malhadada historia de nuestra sublimación:
hay disyunción entre psicoanálisis y arte, pero en el acto de disolver
la relación, algo de uno y otro, de uno en
el otro, ilumina el campo opuesto; la
sublimación es un proceso inherente al psicoanálisis, pero lo lleva al límite
donde deja de ser y allí, precisamente allí, puede comenzar a operar.
Lacan, en el seminario XIV, La lógica del fantasma, clase 13, del 8 de marzo de 1967, señala,
reiterando su Ética, que la función
sublimatoria, al contrario del acto
sexual, parte de la falta y la reproduce para culminar en una obra que no
necesariamente es obra de arte. Podemos percibir la dificultad: partir de la
falta para reelaborarla, partir del automatismo de repetición y arribar a lo
que me gusta denominar automatismo de
invención, ¿no es el circuito por el cual transcurre un análisis digno
de su nombre? Para emplear la terminología tradicional:
partir de la falta para repetirla es el género próximo de la sublimación, no su
diferencia específica.
(
El acto sexual, si es acto, es decir, si incluye a la vez pérdida y excedente,
parte de la falta que lo sostiene pero en su culminación la vela fantasmáticamente con lo que
denominamos orgasmo. Pero, ¿no hay, asimismo, en la sublimación, algún
equivalente de la fuerza orgásmica?
Habré de volver sobre el tema.)
Está bien: Lacan habla de obra de creación,
sea arte, sea ciencia, sea invención de
una forma discursiva que no sea ni uno ni otra. Pero en el contexto de sus
elaboraciones estas menciones no están aprehendidas y expuestas en sus
determinaciones propias sino simplemente añadidas, como para colmar una laguna.
No
estoy hablando de un pasaje del
psiquismo inconsciente a la obra, porque el tal pasaje, que el psicologismo no
ha cesado de buscar, como si se tratase de la búsqueda ilusoria de algún
misterioso eslabón perdido que restablecería la continuidad perdida, es en
verdad, un salto en el pleno sentido
del término.
No obstante, el salto tiene
sus condiciones de posibilidad, que no
son condiciones de existencia.
Quiero
explicar aquí un punto en extremo difícil y creo que inabordado hasta el
presente. La existencia del salto está más allá de cualquier explicación: no
hay ninguna continuidad entre la oreja de Van Gogh y su rostro vendado pintado
en el cuadro. Las innúmeras conjeturas y rodeos en torno a la locura de
Hölderlin y la escritura de sus simples, maravillosos y sorprendentes poemas
tardíos cae en el cacareo erudito e impotente. Y si queremos elegir, más cerca
de nosotros, un neurótico obsesivo y un poco chiflado, como tantos, me refiero
a Joyce, si queremos, desdichadamente, deducir de su obra su supuesta locura y
de su chifladura su obra, entraremos en el ridículo más extremo – Lacan, ya se
sabe, suele incurrir en estos excesos.
Pero
sí podemos decir de alguien que ya dio el
salto, que algo debió producirse en su psiquismo, alguna abertura que
funcionó, retrospectivamente, en su estructura pulsional, como condición de
posibilidad – no como condición de existencia, reitero.
(La
confusión entre ambas dimensiones es uno de los lugares comunes más torpes de
nuestra época. El cerebro es la condición de posibilidad del psiquismo
inconsciente; no de su existencia, así como para que haya explotación de una
clase por otra es preciso que aparezca el trabajo excedente, pero de este
último no es posible deducir sin más la explotación.)
Abertura que puede constituir (y de hecho lo hace) un
vehículo para la alegría, para la voluptuosidad, incluso, y sobre todo, para el
deleite ambigüo y morboso; mas que nadie la identifique con algún acceso a la
normalidad. La fábula de que el arte y la creación sanan es una fábula
hipócrita y moralista.
Se
dirá: esa abertura ¿no es identificable con el objeto a? Habría aquí que refinar
nuestro análisis. El objeto que Lacan denomina a es un vacío delimitado,
un vacío postulado y jamás vivido – no hay forma de vivir el vacío, aunque
quizá sí sus efectos.
Pero en el nivel que estamos examinando, nos
hallamos frente a otros fenómenos, o fenómenos a secas: grietas, gritos, ruidos
y el silencio, que a veces es ensordecedor[10].
Tomaré
un atajo a través de un párrafo de Laplanche,
que considero al margen de su argumentación y de sus presupuestos pero
no del motivo que lo suscita, los dibujos de Leonardo; los objetos, dice, se
convierten en una figuración donde el objeto mismo se eclipsa; hay una efectiva
“desintegración del objeto parcial” y en el nivel pulsional se despliega una pura fuerza “anterior a la
fijación a representantes”[11].
Es
el contemplador de los dibujos el que experimenta esta desintegración y este puro juego de fuerzas, pero, por así decirlo,
no en sí mismo sino en relación a un objeto objetivo,
un objeto que ha tomado las fuerzas del sujeto porque él mismo proviene de Otro
lugar, del fondo mismo y enigmático en el cual la cópula de la carne con la
palabra se iguala a lo que Adorno denominó, no menos enigmáticamente mímesis: al revés de su sentido
corriente –que hace de la mímesis una
imitación de la forma de las cosas –, y con un alcance coincidente con el que
tiene en Caillois, la mímesis es una captura del sujeto por la Cosa, por su
efecto fascinante.
Observación.-
El
objeto parcial, como es sabido, es un
flujo que se diferencia por la zona erógena que viene a representar y en la cual inscribe su ambiguo velo. Pero si
sufre la desintegración instantánea, deja al descubierto un hueco imposible de
encarnar como tal y de vivir en el nivel inconsciente. Desintegración intercalar e
irrepresentabilidad, ¿ no son las condiciones preliminares de un acto sublimatorio?
Frente
a la fascinación que ejerce la Cosa – el fondo vertiginoso de indeterminación y
a la vez de atracción y de rechazo[12]
que envuelve lo que la semiótica oculta tras la idea aséptica de referente –,
un artículo de Freud ( me refiero a La
negación, cuyas estructuras fueron tan felizmente despejadas por Hyppolite
y por Lacan) muestra las vías de aprehensión de algo tan escurridizo como lo es
la sublimación: la acción negatriz,
el poder de decir que no y el empuje propio de la pulsión de muerte, ( en algún
punto la destrucción real y la negación simbólica muestran una raíz común que
se hunde en lo desconocido) la que en uno de sus ambiguos aspectos, permite
recomenzar a partir de la superación del
estancamiento libidinal.
Es
la noción de fantasma la que debe
interrogarse, por cuanto culmina la actividad pulsional, porque aparece como
frontera entre el nivel pulsional y el
inconsciente: una transformación siquiera sea instantánea debe sufrir el
fantasma para que este límite entre la
pulsión y el síntoma, solicitado por la obra, suspenda a la vez el objeto y la
inscripción – la obra llama sin demandar
y se ausenta cada vez que el sujeto la reclama, como si perdiera su obrar –. Es el momento en que se abre a la apariencia[13], término que
proviene de Lacan (semblant) y que
denota una más allá del objeto y del significante, más allá sin duda instantáneo - lo que los franceses llaman un clin d’oeil, un parpadeo, un abrir y
cerrar de ojos en lo que tiene de volátil –, pero eficaz para abrirse a una
dimensión en la cual el entrelazamiento del sujeto y de la obra no deja
subsistir ninguno de los términos en su cosificación: la obra se pone en obra y
pierde su consistencia, reclama, sin exigir ni apremiar, lo que hace empero al
reclamo más, si cabe, imperioso, una interpretación que la lleve de nuevo a la
vida, y el sujeto queda más que tomado encantado, pero críticamente encantado,
lúcidamente encantado, y así puede librarse a dar forma a los demonios a los
cuales ha quedado finalmente abierto: al trueno del que habla teatralmente Lacan
en su seminario, pero asimismo al cortejo de ruido y de silencio que es preciso
a la vez convocar y superar, en aras de la potencia de la interpretación que
configura el caos.
El
fantasma, en su estructura propia, es un circuito de don y de arrebato y define,
bajo la forma del objeto parcial, los intercambios de la alteridad del sujeto
con la mismidad huidiza y enigmática del Otro, intercambios que le permiten al
primero tomar distancia de la obscenidad endogámica pero sometiéndolo a la
pasión del hábito: si el fantasma es
la realidad, como le gusta decir a Lacan, es porque le otorga a los hábitos (
palabra de la psicología que podemos rescatar a condición de cuestionar lo que
oculta) una suerte de infraestructura libidinal que es, asimismo, la pasión de la
adherencia, de la fijación, incluso de la viscosidad libidinal de la cual suele
hablar la teoría. La destrucción instantánea, o más bien la suspensión, la
entrada en el universo de la apariencia, no es, no obstante, anterior a la
obra: la contemplación o el descifrado de la obra y la abertura al mundo de la
apariencia son el producto de un mismo gesto, de un mismo acto, en un mismo
tiempo.
Observación.-
Es
la entrada en un universo de desorden la que anuncia el vocablo sublimación y
su entorno semántico-histórico. ¿Qué es el desorden? Me atengo, en esto, como
siempre, a la obra de Michel Serres, de manera particular en El nacimiento de la física en el texto de
Lucrecio. El desorden es sin sentido, en el alcance elemental y basal del
término: ausencia de orientación. Y cuando no hay orientación no hay señal, es
decir, no hay marca diferencial que pueda vectorizar un espacio. Una señal, como desviación original, es ya el
comienzo del orden. Un orden siempre inexplicable en su punto inaugural, porque
el azar empieza por fijarlo en su comienzo. El orden es posibilidad de vida y
también de muerte, por la desagregación
inherente al flujo temporal; mas un orden rígido también equivale, por
la extrema inmovilidad de su sentido único, a la inminencia de la muerte. Estos
movimientos alternos desorden, orden, desagregación, nuevo orden, etc., que en
Serres están referidos a la física atomista inspirada en Lucrecio, evocan,
asimismo y para mí, los movimientos alternos de la represión freudiana: ella fija la energía a un trayecto y así
ordena, pero también es causa de desorden: el ligamen, cuando es excesivo, genera
desligadura, retorno ambiguo al desorden, creador y destructor. Es en el
comienzo de la desligadura, de la diseminación, o disipación, en el comienzo de
la erosión y el desgaste de los cuerpos, que podemos situar la instancia
germinal de la sublimación que, para
responder a los étimos de la palabra, sin duda sutiliza, evapora incluso, pero
su cuerpo sutil es errancia, no desexualización, errancia en absoluto ajena a
la violencia pasional.
III
En
este punto preciso es necesario realizar un segundo recorrido, esta vez por lo sublime, cuya historia estética no
necesitamos trazar, pero sí invocar mencionando, cuando menos, a dos figuras
inmensas, ambas del siglo XVIII, Burke y Kant.
Pero
me apresuro a declarar que ni quiero hallar en lo sublime el secreto de la
sublimación ni hacer del primero un modelo del segundo. Se trata, más bien, de
otra cosa.
Es
que con la problemática de lo sublime despunta y se realiza una noción sin la
cual todo análisis de la sublimación puede naufragar; es la noción de infinito. Un infinito por lo demás muy particular: no
se confunde con lo indeterminado, ni con una progresión inacabable, aunque haya
ecos de ambas dimensiones, ni tampoco del infinito como una forma de
coincidencia de los opuestos, lo estable y lo inestable, la inmovilidad y el
movimiento, el círculo y la recta, tal y como es articulado por Nicolás de Cusa
y también por Hegel. No es, asimismo, el
infinito paradójico que emerge con la teoría de los conjuntos: el número
infinito – el del infinito actual, no el potencial –, refuta el pensamiento
finito para el cual es imposible que el número de elementos de un subconjunto
sea tan innumerable como el del conjunto global. Lo contradictorio para el
pensamiento finito, se instituye, por un extraño y lúcido vuelco, en la
definición misma de lo transfinito.
El
infinito de la sublimación está hecho de otra estofa y posee tres rasgos
principales: A) se sustrae a toda presentación y por ello cualquier intento de
representarlo está atravesado por lo impresentable
de la representación: la re-presentación presenta la huella incesante de lo
que se sustrae; razón por la cual todo intento de desplegar la noción lleva a
contradicciones tan inevitables como insuperables, lo que nos conduce a la segunda característica: B)
las antinomias que aloja, de la sensibilidad con el entendimiento, de la
imaginación con la razón, de lo patético con lo grotesco, producen una heterotopía generalizada, que nos
introduce en la tercera característica, que resume a las anteriores: C) inconmensurable
es su nombre. No ausencia de medida común, sino suplencia de la falta de medida
común por una proporción que, a falta de un nombre adecuado, llamaré transcomún: incluye todos los rasgos comunes a una generalidad salvo uno imposible de contar a priori; que contado desequilibra todo el conjunto, poniéndolo en estado de
ruina, borrando aspectos y agregando algunos suplementarios.
Estos
rasgos, multiplicados, son el sitio a partir del cual se pueden organizar los
elementos que he ido presentando esquemáticamente: la intervención de la noción
de fantasma en tanto momento culminante de la pulsión, la puesta en escena del
objeto parcial[14] y su suspensión por la acción
negatriz, la reubicación de la noción lacaniana de apariencia en conexión con
la lengua.
Unas
frases de Lyotard, pueden ubicar provisionalmente nuestro objeto sublime:
“¿Cómo comprender que lo
sublime – digamos provisoriamente el objeto de la experiencia sublime – sea
aquí y ahora? ¿No es, al contrario, esencial a ese sentimiento hacer alusión a
algo que no puede mostrarse o como decía Kant, presentarse (dargestellt)?”[15]
El
término alemán citado entre paréntesis es clave: Darstellung, sinónimo de presentación,
pero también de representación (teatral) y asimismo de exposición, en el sentido teórico de la palabra: exponer un
método, por ejemplo, o una secuencia, la que fuere. En el corazón de lo sublime
( es esa su magnificencia pero también su monstruosidad) reside lo que no puede
exponerse, lo que no puede ser reducido a una secuencia que progrese desde lo
simple a lo complejo o a la inversa. Algo que es inevitable intentar presentar
pero que solo puede hacerse con los medios de la contaminación, la fragmentación,
la división. O mejor, en esos parajes el discurso se contamina, divide, fragmenta.
La
tradición de lo infinito viene a realizar con Burke y Kant, aquello que el
texto aristotélico sobre la melancolía
postulaba como la reunión de un residuo del cuerpo inasimilable – el humor literalmente negro: melancholía – con la excepcionalidad, en
todas sus acepciones, incluso la teratológica.
Ahora
propongo una contaminación recíproca de ambos cuerpos teóricos, para configurar
un juego de fuerzas que encarne alguna forma nueva de verdad, que no es posible
hallar sin la búsqueda de nuevas formas de examen. En este sentido, la
tradición de lo sublime puede fecundar al psicoanálisis allí donde la
abstracción, el empirismo y la confusión parecen reinar.
Observación:
En
las Leçons… citadas en nota, Lyotard
llega a hablar de la “cacofonía de las facultades” puestas en juego en la experiencia de lo sublime que reposa,
de un lado, en el sentimiento de sí mismo
que es tan instantáneo –id est, carece de perduración substancial –,
como el acto de pensar; y del otro, en el abismo (Abgrund) de lo irrepresentable, la dimensión inconmensurable que
es la referencia sin referente de lo sublime; punto este último donde Kant
viene a encontrarse con Burke y su noción de delight ‒ deleite o goce,
incluso fruición más que placer.
Cacofonía
que, según él, revela una eufonía de rango superior (ib. p. 39).
Pero
lo llamativo es que Lyotard se pregunte por el estatuto del sujeto de lo
inconmensurable – indudablemente el
mismo texto de Kant, su Crítica del
juicio, a cuyo análisis está dedicado minuciosamente el estudio, provoca la
interrogación –.
“He elegido – dice – el ejemplo de juicio
sublime porque él responde claramente por su parte, es decir negativamente, a la pregunta acerca
de la posibilidad de un sujeto y de una temporalidad estéticas (sublimes)
constituídas sobre el modelo del Ich
Denke y de la temporalidad requerida por el pensamiento teórico. Parece
incuestionable que las condiciones más elementales ( las síntesis del tiempo)
para la síntesis de un Selbst están
ausentes.
Pero este desfallecimiento
no impide en modo alguno al sentimiento sublime el ser un sentimiento, es
decir, una ‘sensación’ por la cual un pensamiento, aquí reflexionante, está
advertido sobre su estado.” (p.37)
Antes ha dicho: “Si entonces
se puede hablar de la transitividad de la sensación adecuada al pensamiento, es
preciso no engañarse: se trata tan solo de la insistencia de la sombra llevada
por tal pensamiento actual sobre ella misma y no de la persistencia de un
predicado substancial agregado al ‘pensamiento’.” (p.29)
Uno no puede menos que resaltar ciertos términos:
“desfallecimiento”, “insistencia de una sombra”, para subrayar no precisamente
una analogía con el sujeto lacaniano, operación siempre inconcluyente, sino
para destacar, por el contrario, que el sujeto de lo inconmensurable nos obliga
a preguntarnos acerca de qué puede encarnar el sujeto de la sublimación.
Claro que aquí tocamos ciertos puntos críticos de la teoría
analítica, particularmente la de Lacan. En este texto no haré más que situar la
dificultad.
La definición lacaniana del sujeto como aquello que es representado
por un significante para otro, si bien tiene el valor de destacar el carácter
intermediario del sujeto, siempre situable entre-dos, reúne sin integrar ni
articular dos niveles heterogéneos: el significante, que proviene de una
segmentación de elementos tomados del estructuralismo con el sujeto de la
experiencia agustiniana y pascaliana, y más cerca de nosotros, de Maine de
Biran[16],
sujeto teológico por antonomasia, comprometido a través del Exaudi me,[17]
en la demanda dirigida al Otro para que se lo escuche y se lo salve. Ninguna
“representación” de este subyectum
puede dar cuenta de la realidad de aquel que oscila entre la angustia y el
éxtasis sobre fondo de desamparo, salvo que se reformen, a la vez, la noción de
sujeto – dotándolo de una intencionalidad muda
que en los márgenes de la obra de Lacan puede leerse[18]‒,
y la de significante, a condición de renunciar a la pobre e injustificada idea
de que hay una suerte de sincronía significante. El “significante”[19]
ya en este caso ¿qué puede ser sino esa huella, ese acontecimiento de la
palabra que copula con el cuerpo sin que cuerpo y significante sean primero,
cada uno por su lado y luego lleguen a reunirse? En tal quiasmo de cuerpo y
acontecimiento verbal, la constitución del sujeto es simultáneamente una desconstitución, una constitución en un
mal lugar que engendra ráfagas de intencionalidades mudas en las que la
búsqueda del Uno en la tradición del
uno místico, se entrecruza reiteradamente pero de forma intermitente, con la
apertura a una multiplicidad heterogénea, descentrada y sobre todo
destotalizada: aquí la misma noción de par ordenado no solo está demás, sino
que conspira contra lo que el psicoanálisis extrae de lección del inconsciente.
¿No hay un eco de la cacofónica eufonía evocada más arriba por la
sutileza de Lyotard?
IV
Voy a tomar las cosas por otro sesgo, sin ninguna
pretensión de sistematización.
Dejo de lado, reiterando lo que dije más arriba,
los múltiples problemas preliminares que plantea la noción corriente de
sublimación, siempre acechada por el puritanismo que quiere elevar el espíritu
más allá de la “grosera” materia,[20] a lo
que es fino, pulcro, limpio, incontaminado.
Tomaré como referencia dos nociones clave: acto y negatividad.
Un acto no es
un simple resultado sino el proceso de su constitución. No es el vacío,
sino el proceso de vaciamiento. No es un significante tomado en su puntualidad,
sino el proceso de transformación de una palabra en significante. Pero no hay
acto sin apuesta de un sujeto que se pierde y desaparece en los efectos de
este, un sujeto que es determinado en
su indeterminación[21],
y de este modo reaparece ya no como objeto, es decir, como substrato, sino como
actividad constreñida a decidir.
Un acto parte de un sujeto y produce un sujeto;
podemos decir: produce un nuevo sujeto.
Esta noción reconoce, al menos, tres niveles: acto
sexual, acto analítico y acto de creación sublimatoria, sea científica,
poética, o ensayística, aunque nos interesen fundamentalmente las últimas.
Es de vital importancia comenzar por el acto
sexual porque, contra todas las falsas evidencias de la racionalización, el
acto sexual – que, ¿necesito aclararlo? es un acto fallido y en tanto tal
logrado – está lejos de ser simple, inmediato y carente de una meta inhibida.
Por el
contrario, sin la inhibición, diré primaria, de lo incestuoso de la Cosa, es
literalmente imposible que el coito produzca lo que Lacan llama en el seminario
XIV, La lógica del fantasma, un goce
que caiga fuera del cuerpo.
El acto
sexual encarna, lo sabemos, una paradoja intensísima. Sin la vecindad
con ese núcleo arcaico, primario, incestuoso, cada uno de los partenaires deja de experimentar esa
angustiosa atracción, angustiosa y fascinante atracción, que otorga al acto
sexual un lugar único en la serie de los actos. Mas al revés: sin una
proximidad que se aleja o sin una
lejanía extrema que se aproxima hasta el límite del roce, como se suele decir, un “toque”, que es solo eso, un mero
toque, tampoco hay allí, en el lecho, acto.
El acto sexual también impone, a su modo, una
medida, es el corte del goce[22] fálico
cuyo horizonte, aunque sea exclusivamente virtual, es la produccion del objeto
niño.
Nueva encrucijada: es preciso situar en el
comienzo, un vacío generado por alguna de las múltiples encarnaciones de la
castración, centradas en los órganos genitales, pero el acto mismo, culmina en
el velamiento del vacío, de un modo análogo ( y hasta me atrevería a decir homólogo[23]) al
desenlace del chiste, en el que la risa desencadenada vela la verdad que, de
aparecer más allá de la censura, provocaría
inquietud e incluso angustia.
(Desde luego, la ganancia de placer propia del chiste compromete de
otro modo al cuerpo. Es quizá más epidérmica y está menos centrada
genitalmente. La del orgasmo, que no es la mera eyaculación o descarga, toma
todo el cuerpo antes de precipitarse hacia el éxtasis, hacia el afuera del
relámpago. El hecho de que el cuerpo sea
provisional y totalmente tomado, indica su lugar, único.)
Encontramos aquí varias referencias que habrán de
aparecer en los niveles “superiores” del acto. El incesto, que es el núcleo de
lo sagrado[24]
en análisis, la diferencia de los sexos, la emergencia de la madre en tanto
prohibida, la feminidad, ya que no hay acto sexual sin un polo receptivo y por
lo tanto femenino, y agreguemos a ello el corte: no hay acto sin corte. El
orgasmo de algunas pacientes que encuentran en el extremo de la falta de medida
el rostro de su propia madre, muestra a las claras, por contraste, lo que
implica la ausencia de corte.
En el siguiente nivel, el del acto analítico, tan
solo quisiera destacar una secuencia característica. Al igual que en el acto
sexual, se parte de una carencia, pero la culminación no la vela, la repite elaborándola. El acto analítico hace del
sufrimiento encarnado en el síntoma, el momento de apertura a la exterioridad
radical que nos constituye como sujetos. La prohibición del lecho hace del
diván el sitio por excelencia para que
una palabra se torne significante[25]: es
decir, palabra que se borra y vacila, tachadura de lo que resta de tal
operación y consiguiente declinación del goce.
*
* *
Sin embargo, en el acto analítico el sujeto queda
tomado en el sin sentido radical. Allí se abre la instancia, a la vez interna
al análisis porque él conduce a tal lugar, y externa, porque se prolonga más
allá del tratamiento; la sublimación, ya veremos, está a la vez dentro y fuera
del análisis y así puede hacer del
automatismo de repetición un automatismo de invención.
¿Qué
indica esta última expresión?
La
invención no consiste solamente en el hallazgo de un objeto correlativo al hallazgo de una
expresión feliz para el deseo, lo que Freud denominaría, sencillamente,
realización de deseo, porque esta tarea es propia del automatismo de repetición
y de su (re) hallazgo.
Es,
tal y como la enfoco, dar cima a una obra,
de la naturaleza que fuera: escultura, teorema, novela, poema, ensayo. No
importa tanto su calificación académica como su carácter formativo, en el
sentido no precisamente educativo, aunque no lo excluya, como en su aspecto de dar forma. En sus acepciones corrientes, “obra” designa
tanto algo hecho, configurado, construido, como un poder: “por obra y gracia
de…”.
En
su sentido estricto – y a esto apunta el proceso sublimatorio – hablamos de un
nuevo espacio ( más bien lugar, sitio)
y asimismo de un nuevo tiempo. En la sublimación el sujeto se instala en un
proceso no diré transindividual, porque lo transindividual es un rasgo esencial de él, sino en uno cuyo cultivo es
lo que habitualmente llamamos “cultura”.
Desde
un cierto punto de vista, los diversos códigos culturales, su historia, sus
instancias, sus estructuras, pertenezcan al ámbito de la pintura o de la
escultura o de la ciencia, o de la literatura, constituyen, para emplear
expresiones de Schelling, un paso incesante de la productividad al producto, de
la actividad a la obra conclusa, o para usar expresiones de Humboldt, tomadas
del griego, de la enérgeia al ergon. Jamás se reunen ambos momentos,
la actividad y el producto, en unidad indiferente: entre ambos se registran
interrupciones, alteraciones, encabalgamientos, superposiciones, dislocamientos
e incluso catástrofes.
Cuando
alguien es llamado ( digo llamado y
no demandado)[26]ya
no a integrar actividad y producto – algo literalmente imposible –, pero
tampoco a ocultar la fractura esencial;[27]cuando
el llamado hace señas – al modo heracliteano – para preservar ya no la
conciliación sino el mismo y vital antagonismo ( aunque se trate, valga el
oximoron, de una vitalidad mortal) estamos ante el tiempo de la sublimación.
En la sublimación, el sujeto, habilitado por
el automatismo de repetición pega el salto
a la invención – es decir, a la invención de un conjunto en el cual la
actividad vivifica lo que estaba muerto en el producto, - solo si ha podido
acoger el llamado del Otro para emprender
la vivificación.
(El
llamado interesa al sujeto como una casi
nada, como flujo y vacilación; no me refiero a la demanda, que lo toma como
objeto fantasmático y que además está en el comienzo del ciclo. Descuento que
hay una cierta ambigüedad entre ambas posiciones y que en el curso de un
análisis e incluso en la vida cotidiana, se pasa incesantemente de una a otra
posición.)
Ahora
bien, semejante caracterización veda el paso a cualquier psicología del arte,
la cual considera, gracias a una falsa evidencia, que la obra expresa un interior en el exterior, cuando
en verdad es al revés: es la exterioridad, una exterioridad a la vez organizada
y fracturada, la que reclama atención, y en tal reclamo algunos pueden tentar,
gracias a sus condiciones subjetivas, que dejarán su huella en el producto
final, una respuesta eficaz.
La
sublimación no es, tampoco, un análisis de la “personalidad” de nadie, si es
cierto que el sujeto, conforme a la fórmula de Sartre que interpretamos de otra
manera, es lo que no es y no es lo que es. Tampoco es una suerte
de pedagogía del espíritu destinada a evitar la enfermedad: hemos hallado sublimación en sujetos hundidos
en su vida miserable y, por el contrario, seres a los cuales podemos llamar,
sin demasiada ironía, felices, muestran una profunda incapacidad para ella.
Lo
más que podemos decir ( o quizá lo menos) es que el sujeto ha sido llamado, en
un intervalo entre la actividad instituyente y el producto instituido que la
obstruye; lo ha sido para que la dimensión más radical de la pulsión de muerte
( como pulsión de recomienzo[28])
se ponga en obra a través de los diversos niveles de la acción negatriz.
Para
decirlo brevemente, son los lazos de la obra y de la pulsión de muerte,
mediados por la decisión de un sujeto que desaparece en su obrar, los
específicos del acto sublimatorio, situado en una encrucijada, bilocado y
bitemporalizado, a la vez antes de la obra y luego de ella, a la vez dentro y
fuera.
Sin
embargo, la sublimación como tal es una propedéutica al cambio de plano: si se
entra en ella, hay que proceder como procede el crítico de genio ( no digo
genialmente, sino con genio autónomo, lo que incluye al ingenio) que empieza
por poner entre paréntesis todo lo que aprendió de las grandes totalizaciones –
antropología, estética, arte en general –,
y puede entregarse a las solicitaciones singulares de esta obra y no de cualquiera, atento a
aquello que solo se entrega en y por los detalles, en cuyo caso mucho puede
aprender no de los contenidos del psicoanálisis sino de sus formas: la
condensación, el desplazamiento, la puesta en escena, la deformación, la
diferencia entre el proceso primario y el secundario y antes que nada, de la
represión que recuerda lo que olvida y olvida lo que se oculta a la vista,
haciendo señas y más señas, habitualmente desatendidas.
III
Es
un presupuesto de estas notas el considerar a la cultura en su dimensión
tradicional y equívocamente denominada “objetiva” ( pero ¿ qué tenemos salvo
términos inadecuados que hay que encerrar entre comillas?) como algo diverso de un dato,
un hecho o un conjunto que-esté-ahí, a disposición de los consumidores como
producto sin producción. Desde luego, no hay producto sin productividad ni
productividad sin productor; mas la productividad desborda a cualquier productor
precisamente por lo que puede despertar en todos[29]
– piénsese en la obra de Shakespeare, que es, antes que nada, un mundo por sí
mismo, o en Hydriotaphia de Thomas
Browne que obsesiona desde hace siglos a
los eruditos ingleses, para no hablar de Quevedo o de Lezama Lima –; los
arrastra y los dispersa abruptamente como el famoso angelus novus invocado por Benjamin. Es la razón para que esa
productividad reclame una forma cuya ausencia sufre mientras no se le pone
límites[30].
Allí, en tal juntura se inserta el sujeto, un puro sitio de indeterminación que
somos nosotros mismos en nuestro ser más extraño y próximo, alguien que bascula
entre la grieta y el significante, y lo hace para que la pulsión de muerte, en
su instancia de renovación articule la negatividad y su capacidad de dar nueva
forma.
Observación.-
La
negatividad de la pulsión mortífera ( adviértase que decir “mortífera”
introduce un matiz nada desdeñable en la expresión tabulada “pulsión de
muerte”) se ejerce, ya lo he enunciado más arriba de modo esquemático, sobre el
objeto parcial; más precisamente sobre su consistencia.
Es que la consistencia tiene indudablemente un efecto de idealización, el que
condiciona que la conciencia advierta la parcialidad como si fuera obvia,
naturalizándola. Mas a ese dominio del sujeto, que bien podemos denominar privado, en el que alternan la vergüenza
represiva con la tensión idealizante, cargada de exaltación del Yo, es
fragmentada por la negatividad pulsional
que tiende a pulverizar ese objeto postizo sostenido en la economía
fantasmática y que viene a ocupar el lugar de algo ciertamente incierto, algo
sordo situable en el límite de la experiencia: el objeto a.
* * *
Heidegger
percibió bien que el vacío que interesa a la obra en general y a la de arte en
particular, es una operación de vaciado[31]. Abrir un abra –
espacio desmontado, una brecha, una abertura ancha, un camino en la maleza –,
mantenerla abierta contra las fuerzas que tienden a cerrarla, como si se
tratase de un puerto – en francés havre
significa puerto de mar –, que puede quedar cegado por la tierra y la arena que
arrastra un río, es una metáfora sin duda nítida para designar el intervalo que
limita a la productividad – a la enérgeia - y así permite que no quede estancada en el
producto, en el ergon.
Ahora
bien, el vaciado no actúa sobre una materia cualquiera; debe transitar por
todas las determinaciones de la Cosa freudiana: madre arcaica o mítica, el
objeto parcial del psicoanálisis y la feminidad en su receptividad fundamental,
y ¿cómo hacerlo sin los modos de la negatividad, antes que nada aquella en la
que Lacan condensa lo esencial de su versión acerca de la negación, “o no
pienso o no soy”?
Observación: Por cierto, ambos “no” no se sitúan en el mismo nivel. El primero
afecta al sujeto del je ne pense pas: el
“je” queda atravesado por una barra de negación; negar es, antes que nada,
detener, inhibir un movimiento; luego reconfigurar lo ya configurado. No pienso no quiero decir que no piense sino
que pensar es ejercer la negatividad del no.
No obstante y a diferencia de la tradición, este pensar no depende
de la función sintética del yo: es un pensar que compromete al sujeto en una
división que la fórmula anterior de Lacan
– “Pienso donde no soy, soy donde no pienso” – refleja mal. Si soy donde
pienso, sigo siendo algo que el pensar no alcanza. Al revés: las expresiones de
la Lógica del fantasma, más allá de
las intenciones del propio Lacan, que, como
corresponde, van atrás de la obra en marcha, suponen que mi falta de ser
es indiscernible de un pensar que depende sin duda de la decisión del sujeto,
pero que lo desborda. El seminario XIV, si algo hace es, precisamente, no
establecer una simple disyunción entre ser y pensar sino una partición radical
de ambos términos. ¿Cómo concebir un sujeto sin síntesis pero dotado de una,
por así llamarla, espontaneidad residual,
una espontaneidad provocada por la lengua que lo habla y lo configura en su
indeterminación, y que lo entrega a ese juego basculante entre la búsqueda de
ser uno con el Otro y la aceptación de la alteridad como principio mismo del
deseo?
El pensar no alcanza su objeto, salvo anegándose en él. Alcanzar el
objeto equivale a nihilizar el pensar que la etimología engaña: si “peso” en la
balanza, yo soy el pesado. Y, sin embargo, es necesario este hacer para que
algo se ponga en acción: la ruina del pensar es correlativa de la súbita
emergencia del objeto y su aura.
El segundo “no” cae sobre el ser: je ne suis pas. La tachadura del “soy” indica que, si en primera instancia, el ser
es un conjunto vacío, pero de un vacío que lleva la huella de lo
inconmensurable, en segunda y más rigurosa instancia es inhabitable,
como es inhabitable todo lo que es indiferente, en el sentido de la
imposibilidad de marcar allí diferencia alguna.
El famoso y mítico acuerdo o correlación entre el ser y el pensar,
es lo que pone en cuestión la fórmula lacaniana, siempre y cuando seamos
capaces, más allá o más acá de toda hermenéutica, de descomponer la
correspondencia: si algo inaugura el pensamiento es precisamente la opacidad
del ser correlativa, justamente, de un pensamiento que se disgrega.
ADDENDA
Hay
dos rasgos que me parece son esenciales para pensar la sublimación.
El
primero de ellos concierne a la que denomino, siguiendo una tradición bien
establecida en el pensamiento occidental y que alcanza su remate en Hegel pero
asimismo en Schelling, la oposición de enérgeia
con ergon, de la actividad
instituyente con el producto instituido. Con lo cual es preciso volver a una
teoría esencial: la alienación, aunque de un modo distinto al de Hegel, para
quien la alienación – alienación del espíritu –, era, antes que nada, la
pérdida de una interioridad todavía abstracta e informe que al expresarse, exteriorizarse,
se pierde en su producto, ‒ exteriorización, objetivación, alienación, en este
contexto son vocablos equivalentes. Pérdida de la cual debe, de vez en vez,
recuperarse, volviendo a interiorizar lo
perdido, pero con la ganancia de las determinaciones conquistadas en el camino
de ida.
Al
revés, podemos pensar la alienación conforme al esquema que quiere que una
alteridad radical, digamos, una exterioridad primera, se manifieste en una
interioridad, de ahora en más llamémosla mismidad,
en la cual se pierde la nada que habita su centro,[32]
y que paradójicamente y en virtud de su vacío, se torna inmensa, confusa,
oscura en extremo, de modo tal que es preciso, para reanimar semejante nada,
semejante y denso vacío, volver a ejercer una actividad constituyente, una enérgeia que, contra todas las
apariencias, solo en una segunda oportunidad se pone en juego.
Una
actividad posterior a la obra que supuestamente
ha engendrado, una actividad segunda que
retroactivamente se vuelve primera, es el secreto tanto de la alienación
como de lo que llamamos desde el psicoanálisis sublimación. Sublimar es lanzar
la pulsión de destrucción contra la obra cultural que asfixia porque su centro,
hecho de oscurísima y compacta nada, de determinaciones intensas, quebradas,
confundidas y así en parte inhibidas, permanece en estado de inercia. Sublimar
quiere decir, básicamente, que la debilidad, la insuficiencia del propio sujeto
puede conectarse con la insuficiencia
que está en la base de cualquier obra cultural, aun la más lograda.
Observación.-
Es
un ejemplo muy transitado, pero vale la pena volver a detenerse en él.
Borges
pudo crear algo distinto a sus contemporáneos y connacionales, atrapados en el
servilismo a la cultura occidental reverenciada de manera provinciana, porque muy
tempranamente supo, con ironía acerada y humor alerta, destituir los grandes
monumentos, descubrir sus focos de insuficiencia y así, colocarse en un pie de
igualdad con la “grandeza”.
Se
situó en los márgenes no para
habitarlos, sino para llegar al centro mismo gracias a un esfuerzo que
evitase el doble problema de una acumulación imaginaria de virtudes en los
grandes nombres de la cultura y de rechazo consiguiente de la aspiración de
cualquiera a poseer un juicio autónomo. Se apoyó en la lectura de escritores
juzgados secundarios según el canon que ahora engorda cada vez más el voraz
Bloom – Wells, Kipling, incluso Chesterton que ahora parece retornar al centro
de las modas –, promovió generosa y maliciosamente un género habitualmente
considerado de mero “divertimento”, el policial inglés clásico, destituyó la
ridícula imagen epopéyica del Martin Fierro forjada en los tiempos del primer
Centenario para rescatar su verdadera grandeza más cercana a la novela.
En
todas estas empresas, Borges pudo llevar adelante una doble metáfora de gran
alcance.
En
“El escritor argentino y la tradición”, texto fundamental que está incluido en Discusión[33],
y citando a Veblen menciona al intelectual judío ( sin duda piensa en el judío de la Mitteleuropa) que está atravesado por
toda la cultura europea y está a la vez dentro y fuera de ella, no
particularmente atado por una “devoción especial”. A la vez, cita a irlandeses
famosos (Shaw, Swift, Berkeley, podría asimismo
haber mencionado a Joyce) figuras centrales y conflictivas de la cultura
inglesa.
* * *
A
partir de aquí surge una nueva problemática del tiempo, un tiempo que es el de
la creación violenta, una creación que
violenta la temporalidad establecida y como quiere Hamlet, hace que el tiempo salga de sus goznes. Dicho de otro modo,
introduce abruptamente las intermitencias y el desvanecimiento de los rastros
en lo que se impone falsamente como el orden total de la cultura. Este tiempo
ya no es solamente el tiempo de lo que al desvanecerse perdura como rastro
condenado en última instancia a perderse sin remedio, sino el de la pura
perduración de una repetición incesante, siempre nueva y no obstante siempre la
misma, repetición que excede los términos de la vida de cada cual.
NOTAS ADICIONALES
I) La dinámica
de lo sublime y la piedra:
Dijo Sciascia: “… Armance es un libro hermoso y muy
stendhaliano. Lo que quizá me haya alejado de él es su construcción;
equilibrada y diría que convencional, sin las imperfecciones y distracciones,
sin esa sensación de cosa no acabada que
en los otros libros de Stendhal sumergen al lector en un círculo de confianza,
de complicidad, como si, habiéndolo hecho partícipe de todos sus trucos, de
todos sus secretos, y equivocándose voluntariamente de vez en cuando, el
escritor entablase con el lector una relación de desafío. Desafío a dejar ese
juego, a no quedar embrujado. Y el lector, que pierde irremediablemente, vuelve
a él, como siempre que se pierde”.[34]
¿Qué son tales imperfecciones, tales distracciones, sino la fisura
donde la metáfora llamada “viva”, orgánica, flexible y teleológica, se hunde en
la catacresis, es decir, en la metáfora denominada muerta?[35]
Podemos figurar una tempestad eléctrica y evocar todos los vientos del
patetismo, pero en un fondo apenas disimulado, asoma lo insignificante, incluso
idiota;[36]lo
que es apenas, como nuestro cuerpo, un poco de agua.
La superficie literal va de continuo recubriendo un cuerpo sutil
y flexible que remeda a las sombras
translúcidas con que Dante puebla su Paraíso,
sombras que nada son más allá de la luz de la divinidad que las sostiene en su
inconcebible subsistencia.
Pero el cuerpo orgánico es, en última instancia, índice de materia ya muerta o que puede dar vida a condición de perecer.
Ha dicho Paul de Man en su “Kant’s
materialism”, “The dynamics of the
sublime mark the moment when de infinite is frozen into the materiality of
stone, when no pathos, anxiety or sympathy is
conceivable; it is, indeed, the
moment of a-pathos, or apathy, as the
complete loss of the symbolic.” [37]
(“La dinámica de lo sublime marca el momento en que lo infinito es
congelado en la materialidad de la piedra, cuando ni pathos, ni ansiedad o
simpatía son concebibles; es así el momento de un ‘a-pathos’ o apatía, como
completa pérdida de lo simbólico.”)
Esta afirmación, notable de suyo, necesita ser a la vez afirmada y
rectificada.
Lo infinito, como inconmensurable, es decir, como mesura en la
desmesura, mesura hendida en el exceso, no
se congela en la piedra sino que es respuesta a la piedra.
La sublimación implica, precisa y especialmente, que la Cosa
freudiana, cuyo patetismo viene a parar (como quien dice, viene a morir) en la
pura piedra sin reflejo ni duplicación, produzca lo infinito no como pérdida de
lo simbólico sino como su afirmación; pero una afirmación que sea impuraa
negación de lo que rechaza sin desconocerlo: un resplandor que emerge de la
tiniebla sin fin y que brota allí donde, impuro, extrae su pureza del mismo
lugar que inquieta a Banquo, en Macbeth, cuando percibe ( o alucina) que
la tierra tiene burbujas como las tiene el agua.
II)
La sublimación en la Etica:
Lacan dijo en su Etica[38] “El punto de partida del amor cortés es el
ser una escolástica del amor desgraciado”. Habría que rectificar esta
afirmación: el amor cortés no es una escolástica del amor desgraciado sino la
perfecta sublimación, lírica y
escenográfica, del amor desgraciado.
Quizá Lacan ha sido influenciado, mucho más de lo que él pensaba,
por un libro tan famoso como deplorable, El
amor de Occidente, de Denis de Rougemont[39].
Rougemont ha montado toda su escena del amor cristiano para defender el Ágape, el convivio sacramental de la
amistad y del matrimonio, que sería lo propiamente cristiano, diverso y contradictorio
con el Eros, en última instancia
cátaro y por lo tanto maniqueo, que culmina en Occidente con el culto romántico
al amor mortífero.
No necesita el lector de demasiadas pruebas para pensar que una
religión – la cristiana –, que ha hecho de la infame cruz en la que los romanos crucificaban criminales y
esclavos rebeldes, su emblema fundamental, una religión en la que Pascal
exclama con indudable y feroz histrionismo “Jesús estará en agonía hasta el fin
de los tiempos; entretanto, es preciso velar”, una religión así ( patética,
popular, universal, salvífica, que subsiste más allá de las tristes implosiones
de su Iglesia romana) no es ajena ni al maniqueísmo ( que es su fantasma
fundamental) ni a los sentimientos ambiguos y hasta siniestros y, sobre todo,
al poderoso y barroco amor a y de la podredumbre.
Como en la negación freudiana, Rougemont ha dicho todo lo que es el
cristianismo – y así el libro recupera, sin duda, algo de valor –, bajo la
forma de una negación.
El amor desdichado es, desde luego, una creación de Occidente, que
reconoce varias fuentes y múltiples modalidades: heredero de la mística
cristiana, de las formas vasalláticas feudales, del culto a la Virgen María, en
ascenso a lo largo del tardo medioevo y los siglos de consolidación del
capitalismo, de la literatura religiosa edificante, halla, para la relación
entre los sexos, una resolución sintomática en los siglos XVIII y XIX, época en
la que la multiplicidad de relaciones antagónicas que atraviesan a los sujetos,
exige formas laicas de sacralización, una de las cuales es este suplemento del
matrimonio, que lo acompaña desde hace mucho tiempo y quizá para siempre, como
su tormento, su sal, su cuestionamiento en última instancia estabilizador: el
amor patético. Esa forma sintomática es, claro está, antes un discurso que una mera patología; o, en
todo caso, es la dignificación de la patología: el llamado por Lacan discurso histérico, que es, en
definitiva, el discurso de la neurosis, puesto que la neurosis obsesiva es un
dialecto, según Freud, de ese discurso.
Sin las aclaraciones pertinentes, el llamado “amor cortés” se
confunde con la “religión privada” del obsesivo.
Ahora bien, cuando Lacan pasa, en su seminario, del conde de
Aquitania – Guillaume de Poitiers o de Peitieu –, a Dante y de allí a Chrétien
de Troyes, mezcla referencias muy diversas entre sí.
Quienes desencarnan a la mujer y la convierten en un emblema
platónico, son los poetas árabes-andaluces,[40]
y los toscanos de fines del siglo XIII[41]
– Guido Cavalcanti, Dante, y el intenso Cino da Pistoia, entre otros –, los
poetas del Dolce Stil Nuovo que
sustituyeron ( no siempre ni todos de la misma manera, claro) la passione por la gentilezza.
En las novelas de Chrétien de Troyes,[42]
como en todo el ciclo artúrico, el amor caballeresco obedece, sobre un fondo de
indudables convergencias, a reglas muy distintas de las de la cortesía toscana
o provenzal-trovadoresca, puesto que la mujer es trofeo final de una sucesión
de hazañas de combate en última instancia inmotivadas, porque poco importa lo
que se haga, con tal que se combata: el caballero ( o más bien su mistificación
literaria, idealización y suspiros y anhelos para el divertimento de las pequeñas cortes de la Europa occidental; todo
parodiado, exaltado, denigrado, delicadamente amado, por el Quijote) empuña su arma y arremete, ajeno a la retórica y a la lírica y
a las medidas de la gaya scienza.
El amor cortés – expresión que abarca demasiadas cosas –, y que por
ello prefiero acotarlo con la restricción: amor cortés…provenzal, perfila una
vía propia, diversa tanto del furor
caballeresco como de la gentileza amatoria toscana.
La dama – que habría que escribir con mayúscula alegórica – entonces
la Dama, así, contiene todo lo que se quiera y que proviene del servicio
feudo-vasallático en fusión con el culto cristiano a la mortificación de la
carne; mas el tratamiento poético, cuyas formas provienen, a la vez, de la
tradición latina y del lenguaje jurídico medieval, pero la distancia que dichas
técnicas establecen con el objeto, sin duda idealizado, en el sentido estricto
del vocablo, es también una distancia irónica con la construcción de una
idealización que no tiene otro objetivo que establecer una demora en la
consecución del placer, puesto que el objetivo final es desnudar al objeto, despojarlo de sus vestiduras, en todos los sentidos del término, y ¿cómo gozar los
refinados estallidos de luz fálica si el objeto carece de pliegues?
Gozo que se incrementa cuando la canción es ella misma un juego
ritual, gozo que es una defensa y repliegue de la vida en un mundo
extremadamente violento en el que los conflictos sucesorios y los pleitos se
dirimían mediante combates que no era, precisamente, caballerescos.
Basta examinar ligeramente esa exhaustiva recopilación de Martín de
Riquer[43]
para darse cuenta de que hay en estos poemas una joie de vivre que sin duda no
ignora el aspecto patético que nimba las
consideraciones de Lacan, pero que lo trasciende en un patetismo jubiloso.
Observación.-
Unos
poquísimos ejemplos. Bernart de Ventadorn: “…Y
no quiero dejar de estar a sus pies, hasta que por piedad me meta allí donde se
desnuda”. ¿Cómo leer esta “piedad” erótica? ¿Alusión al fondo maternal y
caprichoso de cualquier mujer? ¿Burla en el límite del sacrilegio? ¿Reunión estremecida de la piedad
abstracta y de la carne golpeada por la luz sagrada? ¿Ironía consumada?
Raimbaut
d’Arenga: “Y soy tan loco cantor cortés
que ya me llaman juglar. Señora: podéis hacer lo que os plazca, como hizo doña
Aima con la espada, que la envainó donde le plugo”. ( léase, correctamente:
en el culo.[44])
Sobre la vida
de este mismo Raimbaut, se cuenta un episodio sin duda tan revelador como
delicioso. Una condesa pretendida por el canto, una vez que
hubo tomado los hábitos confesó
“ … que si él hubiese ido a verla,
le hubiera concedido placer hasta el
punto que le hubiera consentido que le tocara la pierna desnuda con
el reverso de la mano.”[45]
Pero el problema mayor que plantea la Etica de Lacan puede ser rápidamente localizado en la definición
que proporciona de la sublimación “Elevar un objeto a la dignidad de la Cosa”.
Interesa, antes que interrogar el término “dignidad” ( ¿ cómo
diferenciar la idealización de la sublimación propiamente dicha? ¿Cómo
diferenciar la mera excelencia que encarna el género o la clase, de la excepción
que la excede y la funda?) preguntarnos por la
Cosa.
Lacan ha mezclado referencias en extremo diversas: la Cosa del
semejante de Freud, instancia que lejos de ser un vacío es algo literal y
patéticamente inaccesible como una roca, con el vacío o mejor el vaciamiento
que aloja a la obra de arte.
Desde luego, en este movimiento oscilante entre una cosa y otra,
Lacan desembocará en la invención del objeto a, resto limítrofe y en definitiva irrepresentable, que funda las
representaciones de los objetos parciales propios de las zonas erógenas. El a
es, así, algo que encarna: lo
invisible se ha tornado visible[46]
y manifiesta su abertura a los
intercambios entre un interior poblado de vacíos y un exterior inhabitable.
Pero el vaciamiento heideggeriano persiste, porque no remite al
cuerpo del hombre sino a la obra humana. ¿Cómo articular estos planos? Ahora
bien, los agujeros del cuerpo y el vacío espectral de la obra, el vacío que es
su fuente de debilidad y a la vez de invención, integran un campo de fuerzas –
una zona en el sentido de Apollinare
–, que define por entero el campo sublimatorio. Lo cierto es que en la Ética de Lacan, más allá o quizá por mor de sus
entrecruzamientos y confusiones, se juegan los elementos esenciales: la madre
arcaica, la mujer que se aleja y se separa, por ondas y repliegues, de este
lugar, el vacío radical que los objetos parciales a la vez velan y revelan.
III)
La mímesis en Caillois y en Adorno:
La sublimación no puede prescindir de un concepto difícil y extraño.
Aristóteles expuso bajo el nombre de mímesis y en referencia a la poética, la
capacidad de reproducir de una forma sabia acciones, texturas, sonidos,
configuraciones ya no en sus caracteres empíricos, sino en lo que tienen de
ideal; id est, la capacidad de recrear – de especial manera remitida a la
tragedia –, lo que hay de posible y universal en la naturaleza humana.
Hoy en día hablamos del mimo, el comediante mudo, de la mímica,
transmisión por gestos y fundamentalmente de mímesis para indicar la conducta
imitativa de ciertos animales que toman la apariencia del medio en el que se
encuentran.
En todos los casos resuena, de maneras y énfasis diversos, pero
perceptibles, algo que no es ajeno a la fascinación – a lo que el diccionario
califica y bien como “atracción irresistible” –, porque aunque el término
pueda, gracias al esfuerzo conceptual, destacar el momento creador o recreador,
su base es la recepción de algo que llega
al agente antes y sobre cualquier reflexión o cualquier ejercicio hábil.
En Caillois, el fenómeno animal, que lo atrae de un modo intenso y
no cesa de decirlo, sirve inequívocamente como metáfora de la seducción humana
ante las máscaras y las figuras aterradoras, paralizantes, como los falsos ojos
en las alas de las mariposas, que a diferencia de las máscaras humanas,
portátiles y móviles, son orgánicos e inmutables, pertenecen a la especie y no
al individuo[47]. Pero, esa inmutabilidad,
esa fijeza, ¿ no evoca lo mecánico y lo muerto en el origen de lo que suponemos
teleológico y vivo, vivo al igual que
latido del spiritus?
En otros textos,[48]
ha evocado Caillois el vértigo de la posesión.
Aquí entramos en materia de la mano de Adorno, quien conoció el artículo de
Caillois sobre la mantis religiosa además de otros estudios suyos.
En Adorno, la mímesis se ubica del lado de lo inconmensurable en
toda producción.[49]
Implica la intuición de algo
no intuible, la expresión de lo no construido pero que solo puede captarse
desde un momento posterior en el que opera plenamente lo construible.
Para decirlo de otra manera, en la exposición hay algo expuesto que excede a la tematización y al orden
expositivo; algo que solo a posteriori podemos ubicar de antemano y que yace
como ese fondo sin fondo que una obra evoca y que brota cada vez.
Es en la Dialéctica de la
Ilustración, en el cual Adorno explica más clara y sintéticamente en qué
consiste el mimetismo. En un texto dedicado a la “Teoría del delincuente” y muy
provocativamente sostiene que “La delicadeza con las cosas, sin la cual no
existe el arte, no está tan lejos de la violencia convulsa del delicuente”[50]. Antes había homologado la pulsión de muerte de
Freud con el mimetismo de Caillois; en ambos casos, se manifiesta una
“tendencia profundamente arraigada en lo viviente”, la de dejarse llevar o
perder en el ambiente, en la naturaleza. Algo que lleva a derramarse y
perderse. Algo que produce vértigo y suspende nuestra capacidad de decir no.[51]
No podemos reducir la pulsión de muerte freudiana al mimetismo, aunque no carezcan de relación entre sí; he
aquí un tema que dejaré de lado.
Pero sí queda clara la concepción que Adorno tiene de la mímesis y
el modo en que ha sabido utilizar los desarrollos de Caillois.
En el momento de construir, algo ( sigo usando inevitablemente el
pronombre indefinido, aliquod) nos solicita, algo a lo que nos resulta
imposible adaptarnos, pero de lo cual no
podemos prescindir; algo indeterminado en su raíz mas no en sus
consecuencias. Cuando nos instalamos sólidamente en la obra en marcha – work in progress –, esta atracción angustiante,
incluso siniestra, se torna receptividad, disponibilidad para ser llamado
y para confiar en ocurrencias que se adelantan a nuestro pensamiento e incluso lo
trastornan. Solemos llamar “intuición” a este proceso, aunque nadie sepa con
precisión de qué se trata.
Cuando el músico improvisa y lo que
toca – aunque esté esquemáticamente anotado y luego algún escriba
laborioso lo transcriba –, lleva el sello de lo único, único incluso para ellos, porque ese toque, ese arranque,
ese giro extravagante, y los movimientos rítmicos-armónicos – sean de
Piazzolla, Troilo, Jarret, Saluzzi ‒, que han sido suscitados por sus partenaires, o por lo que están
escuchando o acaban de escuchar de sus propias ejecuciones, son instantáneos, inevitablemente
intransferibles, incluso para ellos, salvo cuando se instituyen en manera, clisé;
sin embargo, cuando se entrega a este oficio, es porque ha establecido un pacto
con las fuerzas de la indeterminación que acechan las de la determinación,
frágil determinación porque es lacunaria, indecisa por veces, temerarias otras,
y corre riesgos que eventualmente podrían destruirlo: ¿ cómo podría negarse la
presencia de la violencia convulsa que también es la del delincuente? Pero el
delincuente se pierde allí donde el artista inspirado saca la cabeza fuera del
agua y experimenta un instante de inmortalidad y de victoria sobre la
fragilidad que nos es común y frente a la cual no hay remedio.
Instante único perdido, tal y como se pierde la sesión analítica,
aunque se la registre escrupulosamente, porque ningún medio mecánico puede
transcribir y transmitir el poder de la vacilación y de la súbita conclusión,
el poder de merodear y de encontrar, de golpe, la salida, que nunca será
exactamente la que hemos, laboriosamente, reconstruida a posteriori.
Y en el límite, lo mecánico, muerto. Como lo presiente Caillois y lo
recuerda Lacan, quizá el ocelo – los falsos ojos en las alas de las mariposas –
intimiden no porque se parezcan a los ojos, sino a la inversa. El ojo vivo,
cuando cesa en la muerte de titilar, intimida y cautiva más que nunca. El
espantapájaros puede ser la cifra de un hombre y no al revés.
¿En qué sentido todo esto incumbe a la sublimación? ¿Qué relación
hay del fondo mortal donde todo se
eclipsa con la voz audible de la Musa, con la posibilidad de atender a esa
figuración que parece conjugar la aridez con el júbilo?
Quizá la figuración de una figuración que ya nada figura, abre las
compuertas a un llamado a otra cosa. El estremecimiento que provoca la
emergencia de lo mecánico a que se reduce la vida, mineralizada, y en el mismo
rango, el sacudón de desagrado ante los desperdicios que va dejando, incesante,
la vida tras de sí, puede llegar a despertarnos y no dejarnos morir si somos
capaces de construir una figuración destinada exclusivamente a recibir.
¿Recibir qué? El surgimiento en un
espacio vacío y preparado ritualmente al efecto ‒ pienso en el tokonoma japonés –, del
nuevo titilar, del temblor que anuncia el brotar de una idea sorprendente,
un vocablo tan justo como insólito, un
descanso en los vaivenes del color.
De todas formas, el interés de la mímesis consiste en que es, a la
vez, interna y externa al proceso creador.
Cito un fragmento de su Teoría
estética[52]: “La expresión es un fenómeno de interferencia, función del
procedimiento no menos que mimética. Por otra parte la mímesis es exigida por
la densidad del procedimiento técnico, cuya racionalidad inmanente parece
oponerse empero a la expresión”.
La expresión no es algo interno. Tampoco
meramente externo. El procedimiento, o sea la construcción racional, en alianza
con la mímesis, tentación de lo informe, es una alianza heterogénea y frágil
que opera sobre el sujeto para arrancarlo de sí y para que plasme algo en que
la misma racionalidad es desbordada y, por lo tanto, enriquecida: lo no
idéntico hace estallar, a la vez desde afuera y desde adentro, los marcos de la
identidad.
Juan
Bautista Ritvo
[1]
Incluso en el psicoanálisis. En una nota al pie de página, Saint Girons – Lo sublime, La Balsa de Medusa, p.43 –,
cita términos de un autor que publicó en la revista internacional de
Freud y en 1915 un artículo, en el cual habla de Platón y de la necesidad de
que la sublimación sea un concepto
central de la pedagogía. Semejante perspectiva lleva, sin transición, a
confundirla con una noción adaptativa que concilie los peores términos del
espiritualismo. De otra parte, recuerdo un artículo de Michel Feher, por lo
demás excelente, publicado en el Magazinne
Littéraire de julio/agosto de 1989, L’amour
le plus éprouvant, en el cual señala que el amor cortés de los trovadores
no conocía ninguna clase de sublimación, porque el trovador no amaba un reflejo
del ente ideal – la Belleza –, sino a la
misma mujer concreta.
La sublimación nada tiene que ver con la productividad llamada
“espiritual”, otro nombre para la exaltación narcisista.
[2]
Gran parte de los términos psicoanalíticos “van de suyo”, como si fueran
verdades obvias y ya establecidas axiomáticamente.
[3] Una de las dificultades mayores del seminario XVI De
un Otro al otro, consiste en la mezcla
constante de uno y de otro mercado: no es lo mismo el intercambio de
equivalentes, propio del mercado económico, que el simbólico, donde la falta de
medida común hace de la competencia, del agón,
un juego donde se oscila constantemente entre exceso y defecto, entre defecto
excesivo y exceso defectivo: aquí el don se torna en combate, el que bien puede
ser un combate amoroso.
[4] El término “cultura” es tramposo, ya que como palabra desgastada,
ha perdido gran parte de su poder de suscitar discursos. La cultura, si
queremos todavía disponer del vocablo, algo que parece inevitable, es cultura alienada. Es decir, las fuerzas
enunciativas de los diversos cuerpos de enunciados queda coagulada y solo en
los intersticios de las interpelaciones del Otro – el Otro o mejor, los
diversos niveles de otredad, son no la
cultura sino sus restos: restos de
cultura –, emerge aquello que suscita el retorno de lo reprimido. Lo que en la cultura cae, excede,
desmorona a los códigos, allí comienza a justificarse el uso del término Otro.
[5]
¿Quién es el autor? Con frecuencia
comprobamos del modo más directo y desarmante posible, que el llamado autor es
apenas un homónimo; que las decisiones que dijo tener no coinciden con las
decisiones de ese lector de su escritura
dividido de sí mismo y que es, en última instancia y si cabe la expresión, el
“legítimo” autor. El autor no es, como suponen algunos críticos un punto de
articulación entre el individuo y la obra sino un lugar de separación: entre él
y su obra media el espacio de la lectura del Otro y la sanción que
retroactivamente lo instituye como autor y autoridad de esa obra que es suya
por mediación de la cultura.
[6] Todos estamos incluidos en una exclusión en común.
[7]
Sería absurdo y abstracto forjar una teoría de la diferencia entre las técnicas
del análisis y las otras técnicas, juzgadas de manera masiva. Pero sabemos, al
menos, que el análisis reúne los extremos de la asociación libre con la
transferencia encarnada y a la vez no
manipulada, mantenida en un plano de abstinencia, mientras que las técnicas
de la mayoría de las disciplinas,
suponen una transferencia, desde luego, pero no encarnada. O esta encarnación,
como es manifiesto en el teatro, está desacoplada de la posición de
abstinencia. Y la asociación libre solo opera como tal – como resistencia
llevada al límite de su necesidad –, cuando está condicionada por una presencia
corporal que condensa las redes convergentes del Otro y las sitúa en el campo
de la abstinencia.
Solo el psicoanálisis implica
a la vez encarnación y abstinencia.
Este último es, como se ve, el rasgo diferencial, para nada
diferenciable de lo que Lacan denomina “deseo del analista”. El deseo del
analista, está totalmente interesado en no gobernar ni educar. Que muy pocos
accedan a este lugar, no obsta para que hablemos de un deseo de abstinencia.
[8]
Kuri, Carlos, Estética de lo pulsional,
UNL, Homo Sapiens, Santa Fe/Rosario, 2007.
[9]
Dicha artificialidad está dominada por la que de Man juzga la figura de las
figuras: la prosopopeya, que concede voz a lo que no lo tiene. Y como para él, creo yo, la
referencia se desdobla en referente perdido y en referencia vacía,
desdoblamiento encubierto por la “ideología estética”, la aparentemente
inocente prosopopeya, le retira la voz a quien cree tenerla. Perspectiva que
hay que superar sin dejar de tenerla rigurosamente en cuenta.
[10]
La economía del residuo no coincide necesariamente con el objeto a. El a es antes que un vacío, el
acto de vaciar un sitio, de habilitarlo: el a
es antes actividad que producto, enérgeia
que ergon. El residuo, incluso la
famosa libra de carne del Mercader de
Venecia, puede ser y con frecuencia lo es, lo contrario: un resto que
obtura el vacío o incluso una mezcla del agujero y el punto oscuro, como lo son
el humor melancólico de los antigüos y el pharmakon
griego.
[11]
Laplanche, Jean, La sublimación, Amorrortu, Buenos Aires, 1987.
[12]
El rechazo es primero y la atracción segunda; ambos términos no están el mismo
nivel: la atracción responde al rechazo
tomando distancia de él, pero al mismo tiempo conserva su aura sacra.
[13] Quizá sería mejor decir aparición,
antes que apariencia. La apariencia
se congela en el sustantivo; la aparición manifiesta justamente aquello que
deslumbra y relumbra para desaparecer.
[14] Por
su propia naturaleza, el objeto parcial cumple una doble función, disimula la
carencia del agujero de la causa y al mismo tiempo, precisamente porque la
vela, la revela. Se mueve entre dos polos, el puro detrito, la escoria, y el
resto que motiva el deseo. En este sentido es oportuno citar este párrafo del
final de la clase décima del seminario onceavo, Los cuatro conceptos fundamentales: “El
resto es siempre en el destino humano, fecundo .La escoria es el resto
extinguido”. Pero la distinción no es un dato sino un producto complejo.
Asimismo ha hablado en la Lógica del fantasma del detrito, lo que
resta en los campamentos cuando los que acampan abandonan el lugar. Para
entender esta secuencia, es preciso indagar los vínculos entre la Cosa y el
vaciamiento de ella; cada vez que la operación de vaciamiento se estanca,
aparecen el residuo, el detrito, la escoria, grados descendentes de la
obturación incestuosa.
[15] Lyotard,
Jean-François, “Lo sublime y la vanguardia”, en
Lo inhumano, Charlas sobre el
tiempo, Manantial, Buenos Aires, 1998. Véase asimismo del mismo autor Leçons sur l’Analytique du sublime,
Galilée, Paris, 1991.
[16]
En Maine de Biran la palabra ya no vale tanto por su costado claro y distinto
sino por sus profundidades oscuras, que encierran un tesoro que el hablante
indaga como transmisión del Otro absoluto: Dios.
(Ver Maine de Biran, Oeuvres, París,
1861, p. 159.)
[17]“ Exaudi
orationem meam Domine” , “Escucha mi
plegaria, Señor”, texto del Exaudi, de los Salmos del
Rey David.
|
[18]Véase
en la edición castellana de De un Otro al
otro (Paidós, ed. 2008, p. 206) la referencia al cuadro de Munch El grito, un grito primario y al mismo
tiempo absolutamente silencioso. Allí ubico lo que llamo una intencionalidad muda, producto del sufrimiento que está
en la base misma de la posibilidad de decisión
que es inherente al sujeto, pero que es inderivable de la red significante:
¿Cómo puede un “par ordenado” – que en definitiva es el fundamento de la
univocidad en las ciencias formales –,un
significante y otro significante, posibilitar alguna decisión?
[19] Si
nos atenemos a la insistente caracterización del significante como “red
fonemática”, la que por definición carece
de orientación, no puede
derivarse algo así como una demanda, por definición orientable.
[20] Recuerdo las definiciones de sublimación del diccionario de la Real Academia “1. tr. Engrandecer, exaltar, ensalzar o poner en
altura.2. tr. Fís. Pasar directamente del
estado sólido al de vapor.”
[21]
Determinado en su indeterminación quiere decir: toda determinación es
insuficiente para determinarlo unívocamente a actuar.
[22] Si
digo goce digo sufrimiento, acabamiento que no acaba, inminencia ante lo
indeterminado y asimismo aquello que diferencia al animal humano de cualquier
especie: la “sinrazón”, lo no necesario, lo que no sirve para nada y que hace
de la vida una perpetua finalidad sin fin.
[23] Para diferenciar analogía de homología me valgo
de la diferencia que Perelman establece entre semejanza de relaciones – homología
– y relación de semejanza – analogía. La analogía es imaginaria, la homología,
simbólica; dicho esto en homenaje a la nomenclatura escolar.
[24]
Sagrado en el sentido inaugurado por Durkheim: apartado y prohibido y sin
embargo extremadamente próximo.
[25]
En este contexto digo “significante” como sinónimo de “huella”: es la
concepción del seminario de Lacan acerca de la identificación, que se
contrapone, desde luego, a “La instancia de la letra”.
[26]
Esquemáticamente: el llamado nace del fracaso de la demanda del Otro.
[27]
El producto es actividad objetivada y a la vez coagulada: esta última solo
puede aparecer como producto, pero al
hacerlo, desaparece, aunque deje rastros. A su turno, el producto,
condición forzosa de la actividad, no cesa de asfixiarla y condicionarla en el
mismo momento en que, no obstante, la propicia.
[28]
Véase en la Ética del psicoanálisis,
el capítulo XVI llamado justamente “La
pulsión de muerte”; allí dice Lacan “La
pulsión como tal y en la medida en que
ella es entonces pulsión de destrucción, debe estar más allá del retorno a lo
inanimado. (…) Voluntad de destrucción. Voluntad de comenzar de cero”. Es
curioso, Lacan recomienda que no se ponga el acento en el término voluntad (Wille) para que no se lo vincule con Schopenhauer.
Sin embargo, usa el término tanto como lo hace y muy sugestivamente en “Kant
con Sade”. Pero, como lo ha mostrado Clément Rosset, la voluntad en
Schopenhauer no es una tendencia hacia… lo que fuera, sino, para retomar la
fórmula kantiana en otro contexto, una finalidad
sin fin.Quizá porque se trate de una finalidad sin fin pueda darse, en
segunda instancia, un fin de destrucción y de recomienzo. Cuando está en juego
una perentoriedad sin objeto ni representación,
la destrucción bien puede ser un fin asignable. Este fin asignable puede
ser designado, en otro registro, como semblant.Un
huracán puede alcanzar el estatuto del semblant,
al igual que un animal en acecho de su presa.
Lacan agrega, en el mismo capítulo, “Como en Sade, la noción de pulsión de muerte es una sublimación creacionista…”.
[29] Las
llamadas “obras maestras” – cito entre comillas para indicar la captura de la
expresión por la idealización –,
atosigan al lector con una confusa y aplastante sensación de plenitud,
en definitiva inalcanzable. Una nueva lectura promete poner límites a una situación,
inmodificable en la medida en que se sostengan los presupuestos de la
denominada “obra maestra”: antes que nada la capacidad para reflejar eso que
llamamos “humanidad” y a la sensación de “vivacidad”, debería agregarse lo que
falazmente se suele denominar “totalidad de la experiencia”, lo que suele
confundirse con lo simplemente edificante. En Shakespeare, como quiere Bloom, está todo;
por lo tanto, nada. Bloom puede insistir y mostrar con su estilo copioso los
tesoros hallados, los cuales, desgraciadamente, coinciden con las ideas
directrices de la cultura. Y, sin
embargo, Bloom no deja de tener razón, una razón gobernada por la búsqueda de
la “literatura mayor”, y que está presente en todos nosostros… Queda volver al
microscopio: al examen literal de un párrafo, de un inciso o incluso de un
adverbio, para finalmente establecer un orden literal excedentario de los
cánones. O bien, hacer como hace el creador no diré tabla rasa, porque jamás es
alcanzable semejante objetivo, sino volver a empezar, (re)comenzar . Es decir, ligarse
a lo que que antecede mediante un
esfuerzo de ruptura que vuelve a encontrar lo anterior bajo un nuevo prisma. En estos movimientos de
expansión y de contracción se juega por completo el orden de las humanidades,
es decir el orden de la enunciación, que es el único que aquí considero, para
restringirme.
[30]Me
he inspirado bastante libremente en Schelling. Véase Schelling, F.W.J., Escritos sobre filosofía de la naturaleza, Alianza,
Madrid, 1996.
[31]
Véase el artículo de Raúl Zoppi, “Una
posible explicación del artículo de Heidegger ‘La obra de arte y el espacio’ ”,
publicado en Imago Agenda Nº 139, Mayo 2010.
[32] Un
personaje del Hombre sin cualidades ( o
sin atributos) de Musil, dice: “Yo tenía la impresión al escucharlos que si
se nos cortaba por el medio, nuestra vida aparecería quizá toda entera bajo la
forma de anillo: algo, y un círculo en torno. (…) No hay nada en su centro y se
diría, no obstante, que este centro es la única cosa que importa”. Musil, Robert, L’homme
sans qualités, Seuil, tome 1, Paris, 1979, traduit par Phillippe Jacottet, p.441.
[33]
Borges, J.L. Obras completas, I, Emecé, Buenos Aires, 2005, p.288.
[35]
Llamamos metáfora muerta a la expresión que suple la ausencia de nombre propio,
como “falda” de la montaña. El hábito es bien sugestivo.
[36]
Clément Rosset (Lo Real, tratado de la idiotez, Pre-textos, Valencia, 2004) utiliza
el término en su sentido etimológico, para designar lo singular que carece de
reflejo.
[37]
Incluido en su Aesthetic ideology,
Minnesota Press, Minneapolis/London, 2002, p. 127.
Hay traducción castellana, La
ideología estética, Cátedra, Madrid, 1998.
[38]
Lacan, J. La ética del psicoanálisis,
Paidós, Bs. As., 1988, p. 180.
[39]
Rougemont, Denis de, El amor y Occidente,
Kairós, Barcelona, 2006.
[40] Véase
el citado artículo de Michel Feher en la primera de las notas.
[41] Poeti del Dolce stil nuovo, a cura di
Mario Marti, Le Monnier, Firenze, 1969.
[42] Véase,
entre otros, de Troyes, Chrétien, Li
contes del graal (El cuento del grial), por Martín de Riquer,
Acantilado, Barcelona, 2003; García
Gual, Carlos, Historia del Rey Arturo y
de los Nobles y Errantes Caballeros de la Tabla Redonda, Alianza, Madrid.
[43] de
Riquer, Martín, Los trovadores, Historia literaria y textos, tres volúmenes, Ariel,
Barcelona, 1983.
[44]Riquer,
M., ob. cit. tomo 1º, p. 438; y Arnaut Daniel, Poesías , (edición de
Martín de Riquer), Acantilado, Barcelona, 2004, p.41. Asimismo, de Riquer,M., Vida y amores de los trovadores y de sus
damas, Acantilado, Barcelona, 2004.
[46]
No ignoro el reverso teológico de esta construcción, especialmente referido a
San Agustín.
O, en todo caso, Lacan ha descubierto en ciertos textos
privilegiados de Occidente, el síntoma de algo que los excede.
[47] Caillois, Roger, Medusa y Cia. Seix Barral, Barcelona, 1962; especialmente
pp.150/151.
[48] Caillois,
R., Les jeux et les hommes, NRF,
Gallimard, Paris, 1958, pp. 146/147
[49]
Adorno,T. Teoría estética, Akal,
Barcelona, 2004, pp. 134 y 157.
[50]
Adorno, T., Dialéctica de la Ilustración,
Akal, Barcelona, 2004, pp. 245/246.
[51]
Caillois, Roger, Instintos y sociedad, Seix Barral, Barcelona, 1966.
[52]
Ob. cit. pp. 156/157.
1 comentario:
Estimados, ¿el artículo es inédito? de no ser así ¿podrían indicar dónde habría sido publicado? Gracias por compartirlo.
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